martes, 15 de junio de 2010

Crítica dialéctica de Marx a la religión católica


"La religión es el opio del pueblo" Karl Marx

El marxismo cree que la religión debe ser suprimida atendiendo a la naturaleza misma de la religión, que viene calificada de «alienación». En otras palabras, la «alienación religiosa» consiste -según Marx- en poner en Dios -un ser «fantástico y extraño» forjado por el hombre- el fundamento y la razón de la propia vida. De esta manera -entiende el marxismo- el hombre pierde su independencia, porque «un ser no se considera independiente más que cuando es su propio amo y no es su propio amo más que cuando a sí mismo debe su existencia. Un hombre que vive por la gracia de otro se considera dependiente. Pero yo vivo -continúa el marxista- completamente por la gracia de otro cuando no solamente le debo el sostenimiento de mi vida sino que, además, es él quien ha creado mi vida, quien es la fuente de mi vida y mi vida tiene necesariamente una razón fuera de ella ya que no es mi propia creación». A todo esto añade Engels: «La religión es el acto por el cual el hombre se vacía a sí mismo; por esencia, la religión vacía al hombre y a la naturaleza de todo su contenido, transfiere este contenido al fantasma de un Dios en el más allá...». Esta es la afirmación más grave del marxismo, la que presenta mayor alcance; es la crítica a la esencia misma de la religión, presentada como negadora de la esencia humana. La negación de Dios es, en el marxismo condición necesaria de la afirmación del hombre.

El marxismo se presenta como un «humanismo» (en el fondo, como una mística de salvación), con un sí incondicional al hombre. El marxismo no viene a afirmarme al otro, ni a éste ni a aquel «proletario» en concreto, sino, en rigor, a una abstracción, al hombre en general), puesto que el hombre soñado por el marxismo es un hombre sin alma (sin alma inmortal y estrictamente espiritual y por lo tanto portadora de valores eternos, de derechos inalienables).


Marx concluirá que la fe en Dios priva al hombre de la conciencia de su grandeza y le esclaviza; que la liberación exige la muerte de Dios. Dios o el hombre, he aquí el dilema que pone también el existencialismo ateo; hay que escoger entre los dos. «El ateísmo -dice Marx- es la negación de Dios y, mediante esta negación de Dios, plantea la existencia del hombre». Y así Marx ya puede decir que el hombre es para sí mismo «el verdadero sol», y hacerse eco de la tremenda afirmación de Feuerbach: «homo homini Deus», el hombre es Dios para el hombre; el hombre es el Ser supremo.

El marxismo cree que no hay Dios. El cristiano, en cambio, puede encontrarse poseyendo la fe como un don, pero luego se preguntará: ¿es posible demostrar racionalmente la existencia de Dios? Y comprobará que sí. El marxismo, en cambio, partirá de que «Dios no existe» y, cuando pretenda convencer a los demás de la hipótesis construirá una caricatura de la religión y dirá: eso que ves ahí no puede ser verdad. Toda la fuerza psicológica del argumento dialéctico está en presentar un falso dilema: o Dios o el hombre, sobre la base de una caricatura de Dios en la que resulta de todo punto irreconocible: un Dios hostil, negador del hombre, nunca afirmado, al menos en la tradición judeo-cristiana. Es evidente que si Dios existe el hombre depende enteramente de Dios y le debe su vida entera. El marxismo supone que la condición creatural atenta a la dignidad, libertad y autonomía humanas; son origen de inevitable alienación o enajenamiento.

En primer lugar cabría decir que ningún hombre de fe cristiana se siente enajenado cuando se dirige a Dios. Vivir en Dios y para Dios no es vivir «fuera de sí», en o para un ser extraño que trata de anularme. Dios es justamente el Ser que me permite ser, que me hace ser, que crea y conserva. Huir de él sería -entonces sí- huir de mí mismo, él es el primer interesado en la realización del hombre. Todas estas certezas están incluidas en la noción de hombre como criatura de Dios. La Sagrada Escritura se goza afirmando el respeto con que Dios trata a la criatura: «cum magna reverencia disponis nos» (Sab., 12, 18), Dios gobierna con un respeto infinito. Cierto que Dios ha de «juzgar» a todos los hombres, premiar a los buenos, castigar a los malos. Pero no sería «justo» juzgar a Dios como si no tuviera derecho a ser Él mismo infinitamente «justo», cuando se está hablando en el contexto, de instaurar en la tierra la « justicia» social. Lo que sucede, sin embargo, es que en el «sistema» marxista la virtud no tiene cabida. En consecuencia tampoco se contempla la justicia como necesaria virtud perfectiva de la persona singular, sino como bandera.

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